
Y es que para el artista, a veces, haga lo que haga, la provocación no es algo superfluo cuyo fin está en sí mismo, sino que ese épater le bourgeois que ya decían los decadentes franceses le sirve como tubo de ensayo en el que buscar la novedad, o la belleza, o ambas cosas. El arte lo es en tanto que expresa y, al hacerlo, conmueve. El chino falsificador y la cámara de fotos nunca serán artistas, aunque sí lo será el fotógrafo, en tanto exprese y conmueva y no sólo reproduzca. En esta búsqueda comunicativa el mejor aliado del artista es su creatividad, y la creatividad surge de una suerte de "pensamiento lateral", que diría Edward de Bono, de un salirse por la tangente, de un plantearse un "y si..." constante, y es más que posible que por este medio de búsqueda, al rechazarse el camino trillado, se llegue a la provocación. Pero el artista no provoca para insultar, sino que es el observador quien se da por insultado, por ofendido, por provocado, en una suerte de juego que es a la vez catarsis en la que se trata de poner a prueba sus más arraigadas certidumbres, algo que al final es siempre sano y que tantas y tantas veces ha revolucionado nuestros estándares. Que se lo digan a los impresionistas.
Y de ahí a la basura un paso, claro, porque para acertar una vez, cuando se busca un nuevo camino, es preciso fallar muchas veces, y porque son legión los farsantes que se apuntan al carro porque, visto así, pintar cuatro trazos de colores parece sencillo, y "eso también lo sé hacer yo", si me pongo, y porque parece que no requiere de técnica, que sólo sale del entrenamiento duro y sudoroso de teclear y pintar mucho y de fijarse en los mejores para encontrarse a uno mismo, pero yo hablo del "provocador honrado". Y claro que este provocador puede no llegar a nada en el 99,9 % de los casos, como tampoco llegará a nada en el 99,9% de los casos el artista acomodaticio, pero el artista provocador ha trabajado más, se ha esforzado más porque ha buscado caminos nuevos.
Quique Castro.