¡Ah, pero qué maravilla ver “Un
verano con Mónica”! Podría decir que Bergman nunca falla. Nunca me falla. Qué
gustazo saber que a esta vida todavía le quedan descubrimientos como este,
porque si aún está por llegar la película que nos haga conmover, ¿por qué no
también el próximo abrazo, la próxima puesta de sol a la que no hagamos caso
por estar absortos en unos ojos o unas palabras?
Treinta y cuatro años tenía su
director cuando la dirigió. Treinta y cuatro, y con esta peli se dio a conocer
internacionalmente. A los franceses de la época les deslumbró, y los
estadounidenses, tan afectos al marketing, la vendieron como producto erótico a
base de lanzar afiches del culo de la prota, una Harriet
Andersson de
atractivo animal y gran sutileza actoral que por aquel entonces oficiaba de
musa y novia de Bergman.
Tal vez sea subrayar lo obvio decir
que este verano que transcurre en la peli (el film para los pedantes) podría
interpretarse como una recreación actualizada de unos nuevos Adán y Eva. Son Mónica
y Harry dos chavales que a pesar de su juventud están ya muy hartos y muy
aburridos. Harry deja un trabajo en el que no acaba de encajar, y Mónica otro
en el que tiene que aguantar como le meten mano un atajo de compañeros tan pedestres
como ella. Echan cuatro vituallas y una cajetilla de tabaco en la lancha del
padre de él y deciden perderse en cualquier isla sin nombre, léase paraíso,
para dedicarse a lo que dos chavales sanos y bien parecidos se dedicarían,
sobre todo si no se han inventado todavía los smartphone y la palabra cobertura
sólo hace referencia al saco de dormir.
Me niego a pensar una peli de
1953 bajo el prisma de la perspectiva de género, sobre todo porque las dos
obsesiones de Bergamn eran el amor/desamor y la religión, pero al pobre Harry
nos lo presentan como el sujeto paciente de la acción, un chaval bueno, poco
interesante, víctima inocente, doliente y gozante, y a ella, a Mónica, como al
sujeto activo, la Eva tentadora y a su vez tentada (por unas manzanas, precisamente),
que convence al tontorrón Adán-Harry para ir a robarlas. Y es que las únicas
escenas donde Mónica no nos parece egoísta o superficial son aquellas en las
que se nos muestra desnuda, entregada con naturalidad al acto de seducir.
Caprichosa, seductora, perversa, ¿cómo no enamorarse de ella?
Es Mónica la que da el primer
paso para conocer a Harry, y además para pedirle una cerilla, porque no deja de
fumar en toda la película. En su casa ya nos la muestran como vaga y perezosa,
ni siquiera es capaz de alegrarse de la felicidad de sus padres cuando celebran
su aniversario y en realidad es ella la que provoca la trifulca que acaba
resultando en su huida. Incluso cuando ya en la isla la sorprenden robando y le
dan un plato de comida y le preguntan su nombre, ella se limita a sacar la
lengua y escapar huyendo.
Pocas veces he visto una
recreación tan fascinante de lo que podría llegar a ser el paraíso como en esta
película, y aunque los terroríficos genios del marketing cinematográfico
quisieron venderla (y lo consiguieron) como una obra erótica, la carga sensual
(que no es poca) no deja de estar en todo momento al servicio de una historia
de amor en la que algunas escenas son de tal sensibilidad y tienen tal capacidad
evocativa que no puede uno más que añorar unos besos tan ansiosos y tan
primeros.
Sin embargo en ningún momento el
espectador puede apartar de sí la sensación de que algo terrible va a pasar, de
que al final los dos protagonistas serán expulsados del paraíso, un paraíso que
se les empieza a quedar pequeño y un poco monótono, algo así como de domingo
confinados pero sin Nocilla en la nevera. Y al final los dos jóvenes rebeldes
que reniegan de la sociedad se revelan como lo que son, dos criaturas en las
que anida un alma burguesa: ella quiere quedarse en casa, no trabajar y cuidar
del hijo que acaban de encargar, y él quiere hacerse ingeniero y trabajar y
progresar. Las manzanas del huerto simbolizan su vuelta a la realidad, porque la
realidad es que tienen hambre y que se han saciado de Paraíso.
La envidia de Caín también tiene
cabida cuando el ex de Mónica intenta quemarles la barca, y Harry es el que
evita que ella le mate de un remazo en la cabeza. Así que vaga, libidinosa,
seductora y asesina, pero no femme fatale,
porque no hay reflexión en sus actos, ni plan revelado que la conduzca a la
riqueza, como mandan los convencionalismos del noir que por aquella época triunfaba.
La vuelta a la ciudad es el golpe
definitivo. Él es un trabajador ausente que piensa en ahorrar y progresar,
mientras que ella solo quiere gastar y divertirse. Ni siquiera quiere a su hija
y es Harry el que estudia, trabaja y la acuna cuando llora por las noches.
Todo acaba con la infidelidad de Mónica,
precisamente con su ex, y cuando Harry se lo reprocha ella se limita a decirle:
Sí, me gusta. Harry explota, le pega, o más bien le propina algo así como unos
torpes manotazos que en la época incluso provocarían el asentimiento de las
barbillas en la oscuridad de las butacas. Ella huye y abandona a su marido y a
su hija.
Para la historia del cine el
primer plano de Mónica sorprendida por la cámara antes de cometer adulterio. Su
mirada retadora y desafiante, directa al objetivo y que recuerda a las
florituras estilística de la nouvelle
vague que estaba por venir (y que tal vez inspiraría), contiene más emoción
y más cine que toda las películas Marvel con miles de millones invertidos en
parafernalia digital.
Gracias de nuevo, Ingmar Bergman.
Quique Castro