martes, 21 de abril de 2020

"Un verano con Mónica". Ingmar Bergman. 1953.


¡Ah, pero qué maravilla ver “Un verano con Mónica”! Podría decir que Bergman nunca falla. Nunca me falla. Qué gustazo saber que a esta vida todavía le quedan descubrimientos como este, porque si aún está por llegar la película que nos haga conmover, ¿por qué no también el próximo abrazo, la próxima puesta de sol a la que no hagamos caso por estar absortos en unos ojos o unas palabras?
Treinta y cuatro años tenía su director cuando la dirigió. Treinta y cuatro, y con esta peli se dio a conocer internacionalmente. A los franceses de la época les deslumbró, y los estadounidenses, tan afectos al marketing, la vendieron como producto erótico a base de lanzar afiches del culo de la prota, una ‎Harriet Andersson de atractivo animal y gran sutileza actoral que por aquel entonces oficiaba de musa y novia de Bergman.
Tal vez sea subrayar lo obvio decir que este verano que transcurre en la peli (el film para los pedantes) podría interpretarse como una recreación actualizada de unos nuevos Adán y Eva. Son Mónica y Harry dos chavales que a pesar de su juventud están ya muy hartos y muy aburridos. Harry deja un trabajo en el que no acaba de encajar, y Mónica otro en el que tiene que aguantar como le meten mano un atajo de compañeros tan pedestres como ella. Echan cuatro vituallas y una cajetilla de tabaco en la lancha del padre de él y deciden perderse en cualquier isla sin nombre, léase paraíso, para dedicarse a lo que dos chavales sanos y bien parecidos se dedicarían, sobre todo si no se han inventado todavía los smartphone y la palabra cobertura sólo hace referencia al saco de dormir.
Me niego a pensar una peli de 1953 bajo el prisma de la perspectiva de género, sobre todo porque las dos obsesiones de Bergamn eran el amor/desamor y la religión, pero al pobre Harry nos lo presentan como el sujeto paciente de la acción, un chaval bueno, poco interesante, víctima inocente, doliente y gozante, y a ella, a Mónica, como al sujeto activo, la Eva tentadora y a su vez tentada (por unas manzanas, precisamente), que convence al tontorrón Adán-Harry para ir a robarlas. Y es que las únicas escenas donde Mónica no nos parece egoísta o superficial son aquellas en las que se nos muestra desnuda, entregada con naturalidad al acto de seducir. Caprichosa, seductora, perversa, ¿cómo no enamorarse de ella?
Es Mónica la que da el primer paso para conocer a Harry, y además para pedirle una cerilla, porque no deja de fumar en toda la película. En su casa ya nos la muestran como vaga y perezosa, ni siquiera es capaz de alegrarse de la felicidad de sus padres cuando celebran su aniversario y en realidad es ella la que provoca la trifulca que acaba resultando en su huida. Incluso cuando ya en la isla la sorprenden robando y le dan un plato de comida y le preguntan su nombre, ella se limita a sacar la lengua y escapar huyendo.
Pocas veces he visto una recreación tan fascinante de lo que podría llegar a ser el paraíso como en esta película, y aunque los terroríficos genios del marketing cinematográfico quisieron venderla (y lo consiguieron) como una obra erótica, la carga sensual (que no es poca) no deja de estar en todo momento al servicio de una historia de amor en la que algunas escenas son de tal sensibilidad y tienen tal capacidad evocativa que no puede uno más que añorar unos besos tan ansiosos y tan primeros.
Sin embargo en ningún momento el espectador puede apartar de sí la sensación de que algo terrible va a pasar, de que al final los dos protagonistas serán expulsados del paraíso, un paraíso que se les empieza a quedar pequeño y un poco monótono, algo así como de domingo confinados pero sin Nocilla en la nevera. Y al final los dos jóvenes rebeldes que reniegan de la sociedad se revelan como lo que son, dos criaturas en las que anida un alma burguesa: ella quiere quedarse en casa, no trabajar y cuidar del hijo que acaban de encargar, y él quiere hacerse ingeniero y trabajar y progresar. Las manzanas del huerto simbolizan su vuelta a la realidad, porque la realidad es que tienen hambre y que se han saciado de Paraíso.
La envidia de Caín también tiene cabida cuando el ex de Mónica intenta quemarles la barca, y Harry es el que evita que ella le mate de un remazo en la cabeza. Así que vaga, libidinosa, seductora y asesina, pero no femme fatale, porque no hay reflexión en sus actos, ni plan revelado que la conduzca a la riqueza, como mandan los convencionalismos del noir que por aquella época triunfaba.
La vuelta a la ciudad es el golpe definitivo. Él es un trabajador ausente que piensa en ahorrar y progresar, mientras que ella solo quiere gastar y divertirse. Ni siquiera quiere a su hija y es Harry el que estudia, trabaja y la acuna cuando llora por las noches.
Todo acaba con la infidelidad de Mónica, precisamente con su ex, y cuando Harry se lo reprocha ella se limita a decirle: Sí, me gusta. Harry explota, le pega, o más bien le propina algo así como unos torpes manotazos que en la época incluso provocarían el asentimiento de las barbillas en la oscuridad de las butacas. Ella huye y abandona a su marido y a su hija.
Para la historia del cine el primer plano de Mónica sorprendida por la cámara antes de cometer adulterio. Su mirada retadora y desafiante, directa al objetivo y que recuerda a las florituras estilística de la nouvelle vague que estaba por venir (y que tal vez inspiraría), contiene más emoción y más cine que toda las películas Marvel con miles de millones invertidos en parafernalia digital.
Gracias de nuevo, Ingmar Bergman.

Quique Castro