Ya le he visto más veces y puedo deciros una cosa, está zumbado. Pero eso no es un problema, todos estamos un poco mal de la olla, todos, incluso tú, sólo que tus paranoias y tus chorradas a ti te parecen normales. Así que, como os iba diciendo, no pasa nada. Al menos por el momento…
Hasta que pasa corriendo por su lado un chaval que casi lo tira. El chaval sigue de largo, como no, así que el barbas se agarra con una mano a la barandilla y con la otra sujeta la bicicleta a duras penas. Por fin el barbas logra recomponerse, y afirma la bicicleta en las escaleras mecánicas sin que se le caiga. Da igual, la caja de los truenos ya se ha destapado.
Nuestro amigo, de ojos vidriosos y mirada bovina y algo adormilada, algo narcotizada, ha despertado o, más bien, algo se ha despertado dentro de él. Empieza mascullando, pero para cuando hemos llegado a la plataforma y yo ya me he apoyado en la pared para esperar a que venga el metro mientras leo, ya está berreando a pleno pulmón.
Primero me hace partícipe de su indignación, pero sin argumentar demasiado, “no puede ser, esto no puede ser”, repite una y otra vez. Yo no le hago ningún caso. Luego pasa a insultar al chaval “¡Gilipollas!”, grita, “¡Gilipollas”!, y después pasa a combinar su indignación con el insulto “¡Esto no puede ser, gilipollas!”, siempre mirándome a mí. Y es entonces cuando algo en su cerebro hace click. Así es, para nuestro amigo de barbas, yo acabo de convertirme en el chaval que pasó corriendo por su lado y casi tira la bicicleta.
“¡Esto no puede ser, gilipollas! ¡Gilipollas!
La opción 1 es la mejor. Echar a caminar por la plataforma y alejarme progresivamente para que otro se convierta en el objeto de su furia. Yo opto por la opción 2: echo un vistazo al reloj del metro, 2:14 segundos para que llegue el tren, abro mi libro por su marca y me pongo a leer. Por el rabillo del ojo veo como la gente pasa y mira sucesivamente al barbas que me grita, y luego a mí, lo que quiere decir que, como bien habréis imaginado, no estoy demasiado metido en la lectura.
Pero el metro acaba llegando, como todo en esta vida, una buena oportunidad para escabullirme entre la multitud y alejarme un par de vagones de mi amigo. Sin embargo, como muchos de vosotros sabréis, soy un hombre de férreas costumbres, de costumbres… dictatoriales, podríamos decir en algunos casos. Diez años entrando por la misma puerta del vagón no van a concluir simplemente porque una persona enajenada te insulte en público, a que no.
Imaginad que subís a un vagón, y os encontráis a un señor de barbas (que a simple vista no tiene nada de particular), gritándole a un bellísimo joven que os recuerda ligeramente a esas estatuas griegas, modelos de perfección física (ese soy yo). La gente alucina, miran a mi amigo, me miran a mí, reconozco algunas miradas de comprensión y, aún no sé por qué, de repente me entra la risa.
Pues sí, serán los nervios, no lo sé, pero lo cierto es que en el fondo me parece una situación graciosa, y apenas me aguanto (lo cual quiere decir que yo tampoco ando muy fino), con lo que el señor se indigna aún más y grita y grita frente a mí mientras yo sigo apoyado en la barra del vagón y paso una hoja, como si estuviera leyendo.
Dos paradas, dos, escuchando impertérrito a mi pobre compañero de viaje, confuso, enfadado y, me temo, algo desorientado. Respiro con alivio cuando llega mi parada de Marina. Y cuando creía que mi viaje en metro a través de la locura había concluido, aún quedaba por llegar lo mejor.
Marina es una parada moderadamente concurrida, y junto a mi han bajado, no sé, pongamos unas quince personas. Otra vez hay que subir unas escaleras mecánicas, pero estas son mucho más estrechas, con lo que, si una persona se queda quieta en su escalón, las otras no pueden seguir subiendo, o lo hacen con dificultad.
Cansado y algo harto subo las escaleras, pero delante de mí hay una señora que me impide pasar. Las escaleras son estrechas, como he dicho, pero no impiden que uno pueda pasar si el otro se arrima un poco, tal y como suele suceder.
“Disculpe”, le digo, con ganas de ver al fin la luz del sol.
“¡Ni disculpe ni nada!”, me grita, “¡Si quieres correr vete por las otras!”.
Así, tal cual, gritando. Gritando. A tope.
Y ahí sí que, lo reconozco, no aguanté más. No le dije nada a la señora, pero hice caso omiso de su negativa y traté de sortearla, y en cuanto notó la presión de mi cuerpo, empezó a empujarme para que no pasara. Era una señora redonda y compacta, pero yo empujé más y acabé pasando.
“¡Mi pierna!”, gritó la señora, que unos segundos antes se afirmaba en su escalón como un huno con su bigote dispuesta a no ceder terreno.
Claro, yo miré para atrás para ver qué le pasaba. Y a la señora no le pasaba nada, pero detrás de ella subían en fila las quince personas que en el vagón habían presenciado como un pobre hombre me increpaba hasta la extenuación por algo que yo, en su universo particular, le había hecho. Todos me dirigían miradas desaprobatorias, alarmadas.
Supongo que pensaban que estoy loco.
Quique Castro.
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