Dicen que es mejor que uno no conozca a sus ídolos
literarios para no llevarse una decepción, pero hay tipos que escriben como si
se estuvieran vaciando, y al final piensas que ya no es posible conocerles mejor; tal
vez más, pero no mejor.
Nunca he conocido a José Luis Alvite, ni siquiera me
he cruzado con él. Me crucé con Manolo Rivas, que es más conocido, más
catedrático de la lengua gallega y más de El País, y le brindé un “adiós
maestro”, que fue más bien un homenaje a aquel “adiós maestro” que le dedicó García
Márquez a Hemingway en París, pero no me hizo ni una décima parte de la ilusión
que me hubiera hecho encontrarme con Alvite.
Entiendo que muchos deseen entrar en el mundo de la
comunicación para descubrir los secretos del marketing y vender un montón de
lavadoras, o para salvar el culo de alguna empresa de cosméticos que prepara
sus mejunjes con aceite de hígado de delfín; no me parece mal. Pero si yo he
querido acercarme a este mundo, que no es el de la aséptica y ecléctica comunicación, sino el del periodismo, ha sido por maestros como Álvite.
Podía verme a mí mismo como gacetillero, redactando
noticias a contrarreloj en el bar más próximo de la comisaria, entre un abogado
corrupto y alcoholizado y la novia fatal a lo Kathleen Turner de algún mafioso
enchironado (qué demonios, era mi fantasía). Pero ahora ya sé que los mafiosos
no van a la cárcel, porque los indultan, y que mis artículos tienen menos
lectores que políticos corruptos hay en el trullo, lo que por otra parte no
está nada mal porque te da libertad para escribir lo que te dé la gana, que
viene siendo lo divertido de todo esto.
Al viejo periodista de Santiago de Compostela lo
conocí muy de mañana, aunque al parecer los dos tenemos más de noctámbulos. Él me
miraba desde el recuadro de su foto en el artículo de La Opinión, y yo le leía en la oficina de una
agencia de publicidad de A Coruña bastante lamentable, antes de salir a patear
la calle para entrar en mueblerías, tintorerías y carnicerías para ofrecerles módulos en el
periódico con los que anunciar sus liquidaciones o sus rebajas.
Enseguida supe que estaba delante de uno de los
buenos, uno de los auténticos, igual que hace veinte años cuando me decidí por
llevarme a casa aquel libro de Bukowski cuyo lomo aún puedo tocar si estiro el
dedo ahora mismo. Los dos, además, tienen una cara interesante, nada de esas
caras suaves de malvavisco que te miran con aire de satisfacción blandurria
desde las solapas del último superventas para gafapastas moñas, que se creen
que son hipsters porque en realidad nunca han sabido qué significa esa palabra.
José Luis Alvite tiene la mirada gastada, ojos de toro
desganado y una voz como de llegar a casa de madrugada sin preocuparse por
esquivar los charcos. Alvite, además, no puede evitar tener cara de buena
persona, pero esa es una opinión mía, y aunque seguramente nunca llegue a
conocerle dudo que pudiera decepcionarme, porque si pasara de mí y siguiera
escribiendo notas en una servilleta o en un posavasos al ritmo de Gene Krupa o
de Cole Porter, me tomaría un orujo a su salud y me daría por satisfecho.
Tuve una novia (que por cierto escribía muy bien),
que me recortaba sus artículos y me los metía en el sobre de las cartas que me
mandaba, hasta que me dejó de mandar cartas. Me fui comprando sus libros, y lo
seguí después durante muchos años en Internet, y también en Twitter, donde las
señoras se lo rifaban, y no es broma, porque en Twitter salía más el Alvite
sentimental que el áspero, que era el que a mí me gustaba.
Hace meses que José Luis Alvite le confesó por carta
a su amigo Carlos Herrera que tenía cáncer de pulmón y de colon. “Me han
diagnosticado un cáncer de pulmón y otro de colon. Nunca pensé que envidiaría
el estado de mi coche...”, confesó en Twitter. También sé que el gremio de los periodistas gallegos le rindió homenaje el pasado 25 de enero, pero poco más.
Hace mucho que no sé qué
es del viejo maestro, pero si por casualidad lees esto y le conoces (y creéme,
muchacho, tendría que ser mucha casualidad), dile que espero que se mejore, y
que siga escribiendo, y que voy a leerme un artículo suyo mientras escucho a
Tom Waits a las cuatro y diez de la madrugada, que es cuando se escribe bien y
a gusto, y cuando a las coristas del Savoy vienen a buscarlas sus novios; boxeadores
fracasados, matones a sueldo y algún que otro escritor crápula.
Quique Castro.
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