
En la planta baja estaba la barra, y arriba las mesas. Siempre tuve la intención de sacar una foto a los comensales de la barra, a la que se sentaban, codo con codo, el mendigo que había arañado unos euros, el loco que una hora antes berreaba calle arriba y abajo, la triste puta septuagenaria y el emigrante o el forastero que, como a mí, le gustaba la comida que servían. Arriba, en las mesas, te podías encontrar con un viejo matrimonio que no se perdían un sábado, y que acudían siempre arreglados, aunque a mi juicio algo estrafalarios, la familia de gitanos y la de peruanos que ya se conocían el percal, o la de turistas alemanes que aparecían con la a Lonely Planet en la mano y toda la buena intención de sumergirse en una experiencia 360 grados (que dicen los horteras) de exotismo y autenticidad arrabalera.
El Pollo Rico era multicultural, grasiento y lírico, podía gustarte o podías salir espantado, pero conservaba un aura de bohemia verdadera, no como la envasada e insípida bohemia de Gracia y Poblenou, a la que acuden artistas de carnaval porque son barrios que están de moda. Los barrios bohemios nunca están de moda, son oscuros y huelen a alcantarilla, portal y col. Los barrios bohemios sólo se ponen de moda cuando triunfa algún artista que vivía allí porque no le quedaba otro remedio. Y cuando se ponen de moda dejan de ser bohemios, suben los precios de los alquileres y se llenan de farsantes.
Ahora no sé dónde me voy a ir a comer, porque en Barcelona se come mal, muy mal, y la cosa va a peor. En Barcelona hay buenos restaurantes italianos, argentinos, libaneses, griegos, sirios e incluso chinos auténticos, y también hay muchos restaurantes con estrellas Michelin, pero no hay restaurantes barceloneses. La tapa no existe, aunque sea el lugar del mundo donde más se vende, pero eso no es una tapa, es un plato grande y caro, y muchas veces sabe mal.
Por causa del trabajo siempre como fuera, y por eso sé de algún bar de obreros donde la cosa es pasable, pero quedan en polígonos industriales, y a mí otra cosa que me gustaba de el Pollo Rico era que quedaba en el centro, y luego me podía dar un paseo por el Portal del Ángel. Las Ramblas las evitaba y las evito siempre que puedo, podría ser el paseo más bonito del mundo, pero es una horterada. No sé cómo eran las ramblas cuando les escribió sus versos Lorca, pero hoy son como el circo de Buffalo Bill, que tenía a Buffalo Bill y tenía a indios de verdad, pero no era más que el triste remedo del lejano oeste. Pues las ramblas también son eso, una atracción turística que se parodia a sí misma donde sólo se sientan los guiris a beberse absurdos balones de cerveza a ocho euros y a creerse que están viendo algo de Barcelona.
Los camareros del Pollo Rico eran agradables y eternos, llevaban la camisa grasienta y no te daban cháchara porque no tenían tiempo. En la planta de arriba había como una docena de cuadros horribles, unos cuadros infantiles, con la perspectiva esquiva, el color plano y la mirada mística. Eran unos cuadros que siempre pensé que, dispuestos en el orden adecuado, abrían una puerta a alguna otra dimensión.
El Pollo Rico formó parte de mi paisaje amistoso y sentimental, y allí pasé, o se me pasaron, resacas útiles y estrepitosas que servían para olvidar todo lo que había ocurrido la noche anterior. Pero lo importante del Pollo Rico era la comida. Dicen que, como su nombre indica, su especialidad era el pollo, pero esto no es verdad, su especialidad era cualquier plato de cuchara, el consomé, el espeso y sabroso potaje de verduras, la escudella o la sopa de pescado, masticable y resucitadora. El pan no era bueno, pero el pan no es bueno es ningún lado. A lo largo y ancho de toda Cataluña, y llevo quince años recorriéndola de pueblo en pueblo, nunca encontré un solo restaurante en el que el pan fuese bueno, por eso le echan tomate, porque está seco e insípido. También tuve mi época de comer trucha, pero me la trajeron mala dos veces y las dos veces se la devolví al camarero y ya no me atrevía más, pero tenían hígado, milanesas, merluza, arroz a la cubana, una lasaña casera fantástica cuando te la servían caliente y unas patatas aceitosas y blandurrias que iban amontonando en bandejas, unas sobre otras, a medida que salían de la freidora y que estaban bastante buenas.
El Pollo Rico cierra sus puertas este martes, y abrirán una franquicia
más. Barcelona pierde otra trasgo de autenticidad, como una operación cosmética
que borra una arruga de expresión para sustituirla por un pedazo de piel
plasticosa, brillante y falsa.
Quique Castro.
Quique Castro.