El 28 de agosto hizo diez años de
la muerte de Francisco Umbral. Sí, aquel señor de gafas gruesas y melena cana
que sale en un vídeo de You Tube diciendo que él ha venido a hablar de su
libro. Umbral, además de protagonizar aquella famosa escena que forma ya parte
de la historia de la televisión, fue uno de los mejores, sino el mejor, de los
columnistas españoles. Hijo bastardo, como él se empeñaba en enfatizar, ceñudo
y brillante, se inventó a sí mismo en la forma elegante y miope de un dandy del
modernismo pasado por el filtro quinqui y achulado del Madrid castizo.
“Yo he venido aquí a hablar de mi
libro, y no a hablar de lo que opine el personal, que me da lo mismo, porque
para eso tengo mi columna y mi opinión diaria”, soltó Umbral, para sorpresa de
una Mercedes Milá que todavía practicaba el periodismo, antes de meterse a suma
sacerdotisa de palurdos experimentos sociológicos, y para regocijo de unos
telespectadores que todavía no estaban acostumbrados a los exabruptos y salidas
de tono de la televisión basura que estaba por llegar.
A mí me pasa lo que a Umbral, no
me interesa lo que opine el personal, con la diferencia de que a Umbral le
publicaban en todas las revistas y periódicos de este país, y a mí no me leen
ni mis contactos del Facebook. Me interesa lo que ocurre, y por eso leo la
prensa, pero me dan igual los comentarios de los lectores, incluso los de mis
lectores, como no sean para darme la razón. No sé dónde leí, creo que en Los elementos del periodismo, de Bill
Kovach y Tom Rosenstiel, que el porcentaje de periodistas que leen, no ya que
responden, los comentarios a sus artículos, era cercano al 0%, y lo entiendo.
A todos nos ha pasado, leemos un
artículo, o un titular (la mayoría no pasa de ahí), y sentimos el prurito de
contestar, refutar, iluminar al autor o a los lectores que comparten o le dan
al botón de “me gusta”. ¿Y para qué sirve eso? Para nada. Eso no quiere decir
que no escuche otras opiniones diferentes, de hecho las leo todos los días en
los periódicos, pero lo que opine el personal, como decía Umbral, me suele
importar muy poco, casi nada.
Me pregunto qué pensaría Umbral
de Twitter, si tendría y si se enzarzaría en discusiones con la legión de
trolls que le llamarían de todo, a él, que siempre luchó por ser considerado el
más celebrado y laureado, pero que con idéntico ahínco busco la polémica. Su
enemigo íntimo, Pérez Reverte, es presencia constante, entra al trapo, provoca
tsunamis de indignación popular y es seguido de igual modo por una legión entregada
y furibunda que le dice de “don”. La batalla entre Pérez Reverte y Umbral fue épica.
Umbral dijo que el creador del capitán Alatriste no tenía estilo, y Reverte le
contestó al ganador del premio Cervantes que no tenía lectores ni cultura, que
en el extranjero no sabían quién era e incluso, poco más o menos, le acusó de
no comerse una rosca.
Eran otros tiempos. En la
televisión, a las doce del mediodía, después de la telenovela de la mañana, lo
mismo aparecían Cela y Umbral charlando con Jesús Hermida, sentados a una mesa
camilla con faldón rosa y florero, rodeados de jubilados, y a las tertulia de
la noche invitaban a intelectuales en vez de a gacetilleros pantuflos a berrearse
unos a otros.
A mí, que no vengo a ser nadie,
me importa poco la opinión del personal, así que no puedo ni imaginarme por
dónde se pasaran la nuestra los periodistas publicados, y además por lo general
no me gustan nada como están escritas, sobre todo cuando al motivado de turno le
da por la anáfora, que es una figura que me parece muy hortera, ya sabes,
cuando se repite el principio de la frase para darle más énfasis a los escrito,
del tipo: “triste por cómo han dejado España, triste por sus ciudadanos, triste
por no encontrar una solución...”. Fatal, muy hortera, muy de Facebook y de
cartas al director, que es el recurso que nos queda a los que nadie lee. Y menos con títulos que riman.
Quique Castro.
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