No tenía muchas ganas de
saber lo que le decía José Sacristán a Jordi Evole, pero estábamos
cenando y la tele por defecto siempre está en La Sexta. Ta
mpoco
recuerdo mucho de lo que hablaron, pero me gustaría recordar el
momento en que Sacristán, que se define como “moralmente
comunista”, habló de su amigo, el también actor Alfredo Landa,
que se decía "de derechas sin ser facha". Ambos, Sacristán
y Landa, estaban en las antípodas ideológicas y, sin embargo, en
palabras del primero, eran como hermanos, y simplemente trataban de
evitar ciertos temas porque ninguno daría el brazo a torcer.
Esto es fácil de hacer
cuando se tiene una relación personal frecuente o, al menos, cuando
se tiene una relación virtual infrecuente. Las conversaciones en
persona tienen la desventaja de la improvisación airada, pero la
ventaja de lo efímero y lo personal, aún cuando sean entre un grupo
de amigos, porque acaban ahí, en el propio grupo, diluídas y
transformadas por lo general en otro tema distinto del que empezó
siendo.
Sin embargo las
conversaciones virtuales, es decir, las que se dan a través de las
redes sociales, tienen la ventaja de la reflexión sin tiempo límite,
más o menos, y sobre todo de tener a Google para armar una
argumentación más o menos consistente, pero la desventaja de poder
perpetuarse ad infinitum y, sobre todo, de ser exhibidas en un
escaparate en el que los egos se exponen como estatuas de hielo, que
también acabarán por derretirse, porque nuestras palabras escritas,
aunque nos imaginemos que son leídas y atendidas, son tan vanas y
efímeras como las habladas.
Resulta que me pasa como a
Sacristán, tengo varios amigos que están en las antípodas de mi
ideología política, les respeto, les admiro e incluso los quiero y,
voto a bríos, hoy me apetece recordarles sin hacer la más mínima
mención a sus respectivas ideologías.
Hace dieciocho años que
conozco a mi querido Ítalo Péndola, y a lo largo de todo este
tiempo poco hemos hablado de política. Hemos hablado de literatura,
con él tengo una deuda impagable, ya que me presentó a los
escritores norteamericanos, empezando con Fitzgerald, siempre
envuelto en una ensoñadora bruma de nostalgia hacia el amor
imposible, la belleza y el lujo que le fueron permitidos disfrutar,
siquiera brevemente, y que tanto me recuerdan a mi amigo; hemos
hablado de mujeres, soñadas o no, en retahilas de fracasadas
historias que hoy observamos como bonitas postales desgastadas por el
tiempo (permíteme, Ítalo, robar tu imagen); hemos hablado, incluso,
de Rociíto, y hemos hecho repaso en un cutre restaurante chino de
todo un sainete valleinclaniano de folclóricas, guardias civiles,
boxeadores y toreros de papel cuché. Nos hemos reído y aconsejado
entre pulpo y vino blanco, y sólo una vez, una vez nada más, hemos
discutido en persona por la maldita política. Tiempo perdido. Nos
hemos prometido no volver a cometer el mismo error.
A Alex Parga lo conocí
estudiándo publicidad en La Coruña veintinún años atrás. Alex y
yo planeamos formar una agencia de publicidad, y con nadie jamás he
vuelto a trabajar más a gusto y más productivamente, hemos bebido
whisky en su coche alguna noche de tormenta y además me ha
presentado a algunos de los que hoy son grandes amigos míos. Alex es
tal vez el más batallador, porque le gusta discutir y le gusta la
política, le gusta más el Depor, e infinitamente más estar con su
familia o pasear por las mañanas con su perro, pero a lo que vamos,
que le gusta litigar. Yo también soy peleón, pero tengo una
diferencia con él, pocas veces disfruto en una discusión y, de un
tiempo a esta parte, ya no intento convencer a nadie. Con Alex es
inútil tratar de evitar el tema, porque lo buscará, y no me
importa, hemos pasado horas y horas de cháchara bebiendo cerveza y,
por lo que a mí respecta, todo queda olvidado al día siguiente. Ah,
pero ahí está Facebook. El problema, en esta ocasión, no era que
discutiéramos, que también, sino las noticias y comentarios que él
ponía en su muro y con lo que yo, por decirlo de un modo suave,
discrepaba. La tentación de responder era irresistible, pero volver
a discutir me resultaba agotador. Solución, dejé de seguirle, dejé
de ser su "amigo" (en realidad buscaba la manera de
desactivar las notificaciones), pero eso no quiere decir que no siga
siendo para mí una buena persona y, desde luego, un tipo con
criterio.
No he tenido mucho trato en
persona con Jesús Méndez, y cuando lo tuve fue en calidad de
precuñado (extraña relación) que apenas debía tener unos doce
años. No nos hemos vuelto a ver en algo menos de una década, pero
me consta que sigue siendo una de las personas más afables,
respetuosas y, si me permite el adjetivo y no le parece mal, añadiría
que dulces que he conocido, tal y como era de pequeño. Podría decir
que no coincido con él políticamente en casi nada, pero tal vez no
fuera exacto. Lo más justo sería decir que no coincido con él
económicamente en nada, y sabe más de economía que yo. Pero tal
vez sí concidamos en lo político, porque me consta, porque lo sé,
porque me fío de mi criterio, que lo único que él quisiera es un
mundo más justo. ¿Y qué pasó con Jesús? Pues que es inasequible
al desaliento, es como un economista dragón de Comodo que te sigue y
te persigue, pausado y tranquilo, pero incesante e incansable. Y yo
sí que me cansó, de hecho me canso muy pronto, porque no uso mi
facebook para aprender ni para intercambiar opiniones, lo uso para
saber de mi familia y amigos y como escupidera política donde verter
mis berrinches. No me apetece embarcarme en una discusión sin fin,
pero tampoco me apetece darle la razón o no replicarle por una
cuestió de ego. Así que, ¿qué hice? En la última discusión
borré su último mensaje y le dije que daba la discusión por
acabada (no así, él sabe cómo se lo hice saber).
El otro día no tenía
muchas ganas de ver la entrevista de Jordi Évole a José Sacristán,
pero lo que vi me hizo acordarme de algunos amigos, gente a la que
tengo en alta estima, gente de la que me horrorizaría que la
política, la fastidiosa y apasionante política, me apartara. No
dejo aquí reproches para ellos, sino a mí mismo, que es donde uno
debe dirigir su mirada, y tampoco he tratado de hacer un sentido
homenaje ñoño. Sólo hablo de unos amigos de los que me acordé el
otro día viendo la tele, nada más.
Quique Castro.
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