viernes, 20 de mayo de 2016

Amigos, política y redes sociales

No tenía muchas ganas de saber lo que le decía José Sacristán a Jordi Evole, pero estábamos cenando y la tele por defecto siempre está en La Sexta. Ta
mpoco recuerdo mucho de lo que hablaron, pero me gustaría recordar el momento en que Sacristán, que se define como “moralmente comunista”, habló de su amigo, el también actor Alfredo Landa, que se decía "de derechas sin ser facha". Ambos, Sacristán y Landa, estaban en las antípodas ideológicas y, sin embargo, en palabras del primero, eran como hermanos, y simplemente trataban de evitar ciertos temas porque ninguno daría el brazo a torcer.

Esto es fácil de hacer cuando se tiene una relación personal frecuente o, al menos, cuando se tiene una relación virtual infrecuente. Las conversaciones en persona tienen la desventaja de la improvisación airada, pero la ventaja de lo efímero y lo personal, aún cuando sean entre un grupo de amigos, porque acaban ahí, en el propio grupo, diluídas y transformadas por lo general en otro tema distinto del que empezó siendo.

Sin embargo las conversaciones virtuales, es decir, las que se dan a través de las redes sociales, tienen la ventaja de la reflexión sin tiempo límite, más o menos, y sobre todo de tener a Google para armar una argumentación más o menos consistente, pero la desventaja de poder perpetuarse ad infinitum y, sobre todo, de ser exhibidas en un escaparate en el que los egos se exponen como estatuas de hielo, que también acabarán por derretirse, porque nuestras palabras escritas, aunque nos imaginemos que son leídas y atendidas, son tan vanas y efímeras como las habladas.

Resulta que me pasa como a Sacristán, tengo varios amigos que están en las antípodas de mi ideología política, les respeto, les admiro e incluso los quiero y, voto a bríos, hoy me apetece recordarles sin hacer la más mínima mención a sus respectivas ideologías.

Hace dieciocho años que conozco a mi querido Ítalo Péndola, y a lo largo de todo este tiempo poco hemos hablado de política. Hemos hablado de literatura, con él tengo una deuda impagable, ya que me presentó a los escritores norteamericanos, empezando con Fitzgerald, siempre envuelto en una ensoñadora bruma de nostalgia hacia el amor imposible, la belleza y el lujo que le fueron permitidos disfrutar, siquiera brevemente, y que tanto me recuerdan a mi amigo; hemos hablado de mujeres, soñadas o no, en retahilas de fracasadas historias que hoy observamos como bonitas postales desgastadas por el tiempo (permíteme, Ítalo, robar tu imagen); hemos hablado, incluso, de Rociíto, y hemos hecho repaso en un cutre restaurante chino de todo un sainete valleinclaniano de folclóricas, guardias civiles, boxeadores y toreros de papel cuché. Nos hemos reído y aconsejado entre pulpo y vino blanco, y sólo una vez, una vez nada más, hemos discutido en persona por la maldita política. Tiempo perdido. Nos hemos prometido no volver a cometer el mismo error.

A Alex Parga lo conocí estudiándo publicidad en La Coruña veintinún años atrás. Alex y yo planeamos formar una agencia de publicidad, y con nadie jamás he vuelto a trabajar más a gusto y más productivamente, hemos bebido whisky en su coche alguna noche de tormenta y además me ha presentado a algunos de los que hoy son grandes amigos míos. Alex es tal vez el más batallador, porque le gusta discutir y le gusta la política, le gusta más el Depor, e infinitamente más estar con su familia o pasear por las mañanas con su perro, pero a lo que vamos, que le gusta litigar. Yo también soy peleón, pero tengo una diferencia con él, pocas veces disfruto en una discusión y, de un tiempo a esta parte, ya no intento convencer a nadie. Con Alex es inútil tratar de evitar el tema, porque lo buscará, y no me importa, hemos pasado horas y horas de cháchara bebiendo cerveza y, por lo que a mí respecta, todo queda olvidado al día siguiente. Ah, pero ahí está Facebook. El problema, en esta ocasión, no era que discutiéramos, que también, sino las noticias y comentarios que él ponía en su muro y con lo que yo, por decirlo de un modo suave, discrepaba. La tentación de responder era irresistible, pero volver a discutir me resultaba agotador. Solución, dejé de seguirle, dejé de ser su "amigo" (en realidad buscaba la manera de desactivar las notificaciones), pero eso no quiere decir que no siga siendo para mí una buena persona y, desde luego, un tipo con criterio.

No he tenido mucho trato en persona con Jesús Méndez, y cuando lo tuve fue en calidad de precuñado (extraña relación) que apenas debía tener unos doce años. No nos hemos vuelto a ver en algo menos de una década, pero me consta que sigue siendo una de las personas más afables, respetuosas y, si me permite el adjetivo y no le parece mal, añadiría que dulces que he conocido, tal y como era de pequeño. Podría decir que no coincido con él políticamente en casi nada, pero tal vez no fuera exacto. Lo más justo sería decir que no coincido con él económicamente en nada, y sabe más de economía que yo. Pero tal vez sí concidamos en lo político, porque me consta, porque lo sé, porque me fío de mi criterio, que lo único que él quisiera es un mundo más justo. ¿Y qué pasó con Jesús? Pues que es inasequible al desaliento, es como un economista dragón de Comodo que te sigue y te persigue, pausado y tranquilo, pero incesante e incansable. Y yo sí que me cansó, de hecho me canso muy pronto, porque no uso mi facebook para aprender ni para intercambiar opiniones, lo uso para saber de mi familia y amigos y como escupidera política donde verter mis berrinches. No me apetece embarcarme en una discusión sin fin, pero tampoco me apetece darle la razón o no replicarle por una cuestió de ego. Así que, ¿qué hice? En la última discusión borré su último mensaje y le dije que daba la discusión por acabada (no así, él sabe cómo se lo hice saber).

El otro día no tenía muchas ganas de ver la entrevista de Jordi Évole a José Sacristán, pero lo que vi me hizo acordarme de algunos amigos, gente a la que tengo en alta estima, gente de la que me horrorizaría que la política, la fastidiosa y apasionante política, me apartara. No dejo aquí reproches para ellos, sino a mí mismo, que es donde uno debe dirigir su mirada, y tampoco he tratado de hacer un sentido homenaje ñoño. Sólo hablo de unos amigos de los que me acordé el otro día viendo la tele, nada más.

Quique Castro.