viernes, 1 de septiembre de 2017

Sobre Umbral y la opinión del personal

El 28 de agosto hizo diez años de la muerte de Francisco Umbral. Sí, aquel señor de gafas gruesas y melena cana que sale en un vídeo de You Tube diciendo que él ha venido a hablar de su libro. Umbral, además de protagonizar aquella famosa escena que forma ya parte de la historia de la televisión, fue uno de los mejores, sino el mejor, de los columnistas españoles. Hijo bastardo, como él se empeñaba en enfatizar, ceñudo y brillante, se inventó a sí mismo en la forma elegante y miope de un dandy del modernismo pasado por el filtro quinqui y achulado del Madrid castizo.

“Yo he venido aquí a hablar de mi libro, y no a hablar de lo que opine el personal, que me da lo mismo, porque para eso tengo mi columna y mi opinión diaria”, soltó Umbral, para sorpresa de una Mercedes Milá que todavía practicaba el periodismo, antes de meterse a suma sacerdotisa de palurdos experimentos sociológicos, y para regocijo de unos telespectadores que todavía no estaban acostumbrados a los exabruptos y salidas de tono de la televisión basura que estaba por llegar.

A mí me pasa lo que a Umbral, no me interesa lo que opine el personal, con la diferencia de que a Umbral le publicaban en todas las revistas y periódicos de este país, y a mí no me leen ni mis contactos del Facebook. Me interesa lo que ocurre, y por eso leo la prensa, pero me dan igual los comentarios de los lectores, incluso los de mis lectores, como no sean para darme la razón. No sé dónde leí, creo que en Los elementos del periodismo, de Bill Kovach y Tom Rosenstiel, que el porcentaje de periodistas que leen, no ya que responden, los comentarios a sus artículos, era cercano al 0%, y lo entiendo.

A todos nos ha pasado, leemos un artículo, o un titular (la mayoría no pasa de ahí), y sentimos el prurito de contestar, refutar, iluminar al autor o a los lectores que comparten o le dan al botón de “me gusta”. ¿Y para qué sirve eso? Para nada. Eso no quiere decir que no escuche otras opiniones diferentes, de hecho las leo todos los días en los periódicos, pero lo que opine el personal, como decía Umbral, me suele importar muy poco, casi nada.

Me pregunto qué pensaría Umbral de Twitter, si tendría y si se enzarzaría en discusiones con la legión de trolls que le llamarían de todo, a él, que siempre luchó por ser considerado el más celebrado y laureado, pero que con idéntico ahínco busco la polémica. Su enemigo íntimo, Pérez Reverte, es presencia constante, entra al trapo, provoca tsunamis de indignación popular y es seguido de igual modo por una legión entregada y furibunda que le dice de “don”. La batalla entre Pérez Reverte y Umbral fue épica. Umbral dijo que el creador del capitán Alatriste no tenía estilo, y Reverte le contestó al ganador del premio Cervantes que no tenía lectores ni cultura, que en el extranjero no sabían quién era e incluso, poco más o menos, le acusó de no comerse una rosca.

Eran otros tiempos. En la televisión, a las doce del mediodía, después de la telenovela de la mañana, lo mismo aparecían Cela y Umbral charlando con Jesús Hermida, sentados a una mesa camilla con faldón rosa y florero, rodeados de jubilados, y a las tertulia de la noche invitaban a intelectuales en vez de a gacetilleros pantuflos a berrearse unos a otros.

A mí, que no vengo a ser nadie, me importa poco la opinión del personal, así que no puedo ni imaginarme por dónde se pasaran la nuestra los periodistas publicados, y además por lo general no me gustan nada como están escritas, sobre todo cuando al motivado de turno le da por la anáfora, que es una figura que me parece muy hortera, ya sabes, cuando se repite el principio de la frase para darle más énfasis a los escrito, del tipo: “triste por cómo han dejado España, triste por sus ciudadanos, triste por no encontrar una solución...”. Fatal, muy hortera, muy de Facebook y de cartas al director, que es el recurso que nos queda a los que nadie lee. Y menos con títulos que riman.

Quique Castro.