martes, 17 de julio de 2012

Literatura y cosas que explotan


Una buena narración debe comenzar con tío apuntándole a otro a la cabeza con un arma, o con una violación, por poner dos buenos ejemplos, y debe finalizar también de un modo apabullante, con cosas que exploten o gente que muera en una escena catártica para el o los protagonistas.

Esto es al menos lo que entiende por literatura un porcentaje nada despreciable de los potenciales compradores de libros. Lo mismo pasa con el cine. Respeto a quienquiera que le guste “60 segundos”, película protagonizada por Nicolas Cage y Angelina Jolie, pero al mismo tiempo le argumentaré por qué a mí me parece una basura infecta. En todo caso no me interesa ahora entrar en lugares comunes sobre el respeto de cada uno a leer y disfrutar con lo que le dé la gana; lo doy por supuesto.

Ubaldo, con esa satisfacción que nos da sentirnos justamente indignados, ha venido a mí esgrimiendo en su mano el ensayo de Mario Vargas Llosa titulado “La cultura del espectáculo”.

-Amigo Enrique –me dice (es la única persona que se empeña en no llamarme Quique)-, el ensayo este dice cosas que ya decía yo hace años. Te recomiendo que lo leas.

-Ahora estoy con el conde de Montecristo –le digo.

-Léete al menos de la página 199 a la 222.

Y eso hago. El libro es un ensayo sobre la banalidad del arte en los tiempos que corren y, si es todo como el extracto que me ha recomendado Ubaldo, desde luego merece la pena. No podría hacer una crítica porque no lo he leído entero, pero me ha dado que pensar ya que trata un tema al que mi amigo y yo venimos dando vueltas en estos últimos días.

Nos dice Vargas Llosa: “No deja de ser una instructiva paradoja que […] en los países considerados más cultos, que son también los más libres y democráticos, la literatura se va convirtiendo, según una concepción generalizada, en un entretenimiento intrascendente…”. Como es sabido, para Vargas Llosa estos países panacea de la cultura y la democracia son los países capitalistas, como los miembros de la Unión Europea o los Estados Unidos. Y le parece paradójico que sea precisamente en estos países en los que el Arte haya devenido en entretenimiento insustancial.

No dejan de asombrarme el estupor y la contrariedad que manifiesta el autor, cuando ya en 1920 la escuela de Frankfurt nos hablaba de la cultura de masas como una vulgarización de la cultura, o cuando en 1940 Adorno y Horkheimer ya habían propuesto el concepto de industria de la cultura, según la cual el valor de la cultura dependía de su valor como mercancía, y nos advertían de cómo las personas, de modo inconsciente, se empapan de la ideología impuesta en ella a través de sus productos, ya sea en literatura, cine, o, por supuesto, la publicidad. O cuando desde 1960 la escuela llamada de economía política nos advertía de las consecuencias que tendría la sociedad mercantil en el desarrollo del arte y la cultura.

Los que más van al cine son los adolescentes norteamericanos; se entiende entonces que los avispados productores, que no son sino hombres de negocios, hagan el 99% de las películas pensando en satisfacer sus gustos. ¿Qué ocurre entonces? Pues que los productores en ciernes buscan repetir los éxitos de sus exitosos colegas. Manda el guarismo, es la dictadura de las estadísticas. La cultura, por fin, se pervierte y se banaliza.

Lo mismo pasa en la literatura. Si Stieg Larsson arrolla con su trilogía negra, es imperativo para los editores sacar novelas como churros que abunden en la misma temática, y mejor si también han sido escritas por autores suecos, por aquello de inventarse una corriente literaria, o, las más de las veces, para aturullar y confundir al lector con nombres parecidos, títulos similares y cubiertas que resultan ser copias impúdicas de su exitoso antecesor.

¿Tiene la culpa el editor/productor, la sociedad, los escritores…? Ninguno tiene la culpa. El editor y el productor son libres de buscar su lucro igual que lo buscamos todos, sobre todo si íntimamente son honestos y reconocen que lo único que les motiva es el dinero. El lector o el chico que paga su entrada de cine quieren que les entretengan, son un producto de los tiempos que corren, tiempos voraces como la lucha por el trabajo, tiempos fugaces como la brizna de atención que posamos con la ligereza de las mariposas sobre las páginas que navegamos por Internet, tiempos inocentes y poco sofisticados, porque no queda tiempo para más.

Luego, ¿es del escritor la culpa? Tampoco. Algunos, afortunados ellos, saben darle al editor lo que piden sus lectores, atinan. Otros, afortunados también a su manera, no desesperan y persisten en su mundo y su universo narrativo, a pesar de los desengaños y de lo cansado que resulta navegar contracorriente, pero con la satisfacción de ser fieles a sí mismos y en la esperanza de ser un día reconocidos. O simplemente leídos.

Quique Castro.

martes, 10 de julio de 2012

EC-GJL, crónica de un homicidio anunciado


EL ACCIDENTE, EL HOMICIDIO.

La catástrofe tuvo lugar un 13 de junio de 2002 a las 13:15 horas aproximadamente. El helicóptero BELL 212 con matrícula EC-GJL se partió en dos en pleno vuelo y cayó desde una altura de unos doscientos metros sobre el municipio de Toraiola, en Lleida.

El cono de cola se separó del helicóptero, que se precipitó al vacío girando sobre sí mismo hasta que estrello contra el suelo y se incendió. En el helicóptero viajaban ocho personas: piloto y copiloto, dos técnicos en termografía, un responsable de la compañía eléctrica y tres funcionarios del Departamento de Turismo e Industria de la Generalitat. Todos fallecieron.

Esta ha sido una de las mayores tragedias de la aviación civil ocurridas en España, y han tenido que pasar diez años para que el Juzgado de lo Penal 1 de Lleida dictara sentencia.

¿POR QUÉ OCURRIÓ?

La empresa HELIEUROPA SERVICE, administrada por Pedro María Sáenz de Maturana, había adquirido el fuselaje de este helicóptero a un museo militar  por 3.000 euros, y después lo rellenó con material procedente de accidentes aéreos y desgüace de aeronaves BELL UH-1H. La vieja carcasa pertenecía a un helicóptero militar encargado por el Gobierno español a la empresa italiana Augusta en 1966, y fue precisamente el aparato en el que Su Majestad el Rey don Juan Carlos I aprendió a pilotar.

La primera en darse cuenta de las irregularidades fue la Dirección General de Aviación Cívil (DGAC) de Francia, que tramitó una consulta a la DGAC de España sobre la aeronave siniestrada, ya que esta había sido contratada para operar en Marsella. El motivo de la consulta era que el número de serie (n/s 4010),  no correspondía a un helicóptero AB 205 A1, sino, probablemente, a un AB 205 (sin el A1), no convertible en AB 205 A1 y sin autorización para transportar pasajeros.

AB 205 – MILITAR.
AB 205 A1 – CIVIL.

El helicóptero fue suspendido de operaciones en Francia. La DGAC en España, sin embargo, emitió un certificado de matrícula como AB 205 A1 con categoría de transporte de pasajeros.

Resumiendo: HELIEUROPA SERVICE, propiedad de Pedro María Sáenz de Maturana, hizo pasar por civil un helicóptero militar para poder operarlo. En Francia este helicóptero fue suspendido de operaciones, mientras que en España, tanto la Dirección General de Aviación Civil (DGAC) como la Dirección de Seguridad de Vuelo (DGS) se limitaron a  tramitar nuevos certificados que validaran su operatividad. Certificados que, según la DGAC, aún siendo efectivamente expedidos nunca se llegaron a entregar a los propietarios de la aeronave, a pesar de que años más tarde estos propietarios denunciaron su robo para que les remitieran una nueva copia. En definitiva, un galimatías burocrático chapucero, ilegal y de oscuro discernimiento. Tan oscuro como el pasado de Pedro María Sáenz de Maturana, al que se ha llegado a vincular en sus tiempos como piloto con los atroces “vuelos de la muerte” de Pinochet, y que en 2011 fue puesto en libertad después de ser arrestado por su presunta vinculación en una organización de tráfico de material de guerra.

Esta es sólo una de las 96 irregularidades en que incurrieron los propietarios de la nave y que implican a la Dirección General de Aviación Civil, entre las cuales se cuentan las siguientes:

-El Centro de Mantenimiento de la aeronave no cumplía los procedimientos establecidos,
-Entre las actividades realizadas por el Centro de Mantenimiento figuraban trabajos no autorizados.
-La relación de útiles y herramientas especiales del Centro de Mantenimiento era insuficiente.
-Los manuales de mantenimiento para el modelo AB 205 estaban obsoletos y no tenían validez.
-Los cuadernos de inspección no estaban controlados.
-El cuaderno de revisión de las 1.200 horas fue copiado punto por punto del cuaderno de inspección de las 100 horas.
-Se le habían instalado piezas que no disponían de documentación.
-El control de rotables estaba incompleto y adolecía de graves carencias.
-El control de Boletines de Servicio estaba incompleto.
-La aeronave tenía piezas que habían sobrepasado su límite de vida o sobre las que el fabricante había dado instrucciones concretas para su retirada.
-El control de los partes de mantenimiento estaba incompleto.

Todas estas carencias habían sido puestas de manifiesto por la DGAC no en una, sino en varias inspecciones. No obstante, en todos los informes de inspección, se consideraba que, dentro de la Dirección de Operaciones, “la compañía cuenta con los medios necesarios para efectuar una operación normalizada”.


LA SENTENCIA.

Diez años duró la causa. Diez años reabriendo heridas. Y por fin se dictó sentencia, pero ¿se impartió justicia? El resultado final fue que todos los imputados fueron absueltos. En este caso ni siquiera ha podido decirse aquello de que “la justicia es lenta, pero implacable”.

A pesar de que todas y cada una de las 96 irregularidades cometidas fueron aceptadas en el juicio, el juez estimó que ninguna de ellas había sido causa suficiente para motivar el accidente y así, una tras otra, las fue desestimando acogiéndose a la fórmula “dubio pro reo”, es decir, que al existir duda, la balanza de la Justicia debe inclinarse a favor del acusado.

Tal vez, examinadas por separado, ninguna de estas noventa y seis irregularidades desestimadas fueran motivo suficiente para que tuviera lugar la catástrofe, pero si sumamos todas y cada una de ellas, algunas tan graves como las mencionadas, tal vez, entonces, el juez hubiera dejado de ser el único dubitativo.

A los que hemos seguido este caso de cerca y hemos tenido la oportunidad de examinar el informe pericial, la sentencia nos parece una broma macabra dictada por un vesánico pagado de sí mismo que juega a ser Dios con un cubilete y unos dados.

No nos son ajenos en este país los casos de manipulación de la ley por parte de los jueces, cuyas motivaciones son evidentes en algunos casos, como el miedo del juez Castro en el caso Urdangarín a la hora de imputar a la infanta  Cristina, pero ¿por qué en este?

Podría parecernos que una resolución tan arbitraria y contumaz para con la verdad y la justicia sólo puede ser motivo de la ineptitud o causa de algún oscuro interés personal, pero al fin, sencillamente, habremos de aceptar que la sentencia dictada está basada en altos y justos razonamientos sólo evidentes para el juez, y que a nosotros, pobres ignorantes, no nos es dado entender.

Quique Castro.