Una
buena narración debe comenzar con tío apuntándole a otro a la cabeza con un
arma, o con una violación, por poner dos buenos ejemplos, y debe finalizar
también de un modo apabullante, con cosas que exploten o gente que muera en una
escena catártica para el o los protagonistas.
Esto es al menos lo que entiende por
literatura un porcentaje nada despreciable de los potenciales compradores de
libros. Lo mismo pasa con el cine. Respeto a quienquiera que le guste “60
segundos”, película protagonizada por Nicolas Cage y Angelina Jolie, pero al
mismo tiempo le argumentaré por qué a mí me parece una basura infecta. En todo
caso no me interesa ahora entrar en lugares comunes sobre el respeto de cada
uno a leer y disfrutar con lo que le dé la gana; lo doy por supuesto.
Ubaldo, con esa satisfacción que nos da
sentirnos justamente indignados, ha venido a mí esgrimiendo en su mano el
ensayo de Mario Vargas Llosa titulado “La cultura del
espectáculo”.
-Amigo Enrique –me dice (es la única
persona que se empeña en no llamarme Quique)-, el ensayo este dice cosas que ya
decía yo hace años. Te recomiendo que lo leas.
-Ahora estoy con el conde de Montecristo
–le digo.
-Léete al menos de la página 199 a la 222.
Y eso hago. El libro es un ensayo sobre la
banalidad del arte en los tiempos que corren y, si es todo como el extracto que me
ha recomendado Ubaldo, desde luego merece la pena. No podría hacer una crítica
porque no lo he leído entero, pero me ha dado que pensar ya que trata un tema
al que mi amigo y yo venimos dando vueltas en estos últimos días.
Nos dice Vargas Llosa: “No deja de ser
una instructiva paradoja que […] en los países considerados más cultos, que son
también los más libres y democráticos, la literatura se va convirtiendo, según
una concepción generalizada, en un entretenimiento intrascendente…”. Como
es sabido, para Vargas Llosa
estos países panacea de la cultura y la democracia son los países capitalistas,
como los miembros de la Unión Europea o los Estados Unidos. Y le parece
paradójico que sea precisamente en estos países en los que el Arte haya
devenido en entretenimiento insustancial.
No dejan de asombrarme el estupor y la
contrariedad que manifiesta el autor, cuando ya en 1920 la escuela de Frankfurt nos hablaba de la cultura de masas
como una vulgarización de la cultura, o cuando en 1940 Adorno y Horkheimer
ya habían propuesto el concepto de industria
de la cultura, según la cual el valor de la cultura dependía de su valor
como mercancía, y nos advertían de cómo las personas, de modo inconsciente, se
empapan de la ideología impuesta en ella a través de sus productos, ya sea en
literatura, cine, o, por supuesto, la publicidad. O cuando desde 1960 la
escuela llamada de economía
política nos advertía de las consecuencias que tendría la sociedad
mercantil en el desarrollo del arte y la cultura.
Los que más van al cine son los
adolescentes norteamericanos; se entiende entonces que los avispados
productores, que no son sino hombres de negocios, hagan el 99% de las películas
pensando en satisfacer sus gustos. ¿Qué ocurre entonces? Pues que los
productores en ciernes buscan repetir los éxitos de sus exitosos colegas. Manda
el guarismo, es la dictadura de las estadísticas. La cultura, por fin, se pervierte y
se banaliza.
Lo mismo pasa en la literatura. Si Stieg
Larsson arrolla con su trilogía negra, es
imperativo para los editores sacar novelas como churros que abunden en la misma
temática, y mejor si también han sido escritas por autores suecos, por
aquello de inventarse una corriente literaria, o, las más de las veces, para
aturullar y confundir al lector con nombres parecidos, títulos similares y
cubiertas que resultan ser copias impúdicas de su exitoso antecesor.
¿Tiene la culpa el editor/productor, la
sociedad, los escritores…? Ninguno tiene la culpa. El editor y el productor son
libres de buscar su lucro igual que lo buscamos todos, sobre todo si
íntimamente son honestos y reconocen
que lo único que les motiva es el dinero. El lector o el chico que paga su
entrada de cine quieren que les entretengan, son un producto de los tiempos que
corren, tiempos voraces como la lucha por el trabajo, tiempos fugaces como
la brizna de atención que posamos con la ligereza de las mariposas sobre las
páginas que navegamos por Internet, tiempos inocentes y poco sofisticados,
porque no queda tiempo para más.
Luego, ¿es del escritor la culpa? Tampoco.
Algunos, afortunados ellos, saben darle al editor lo que piden sus lectores,
atinan. Otros, afortunados también a su manera, no desesperan y persisten en su
mundo y su universo narrativo, a pesar de los desengaños y de lo cansado que
resulta navegar contracorriente, pero con la satisfacción de ser fieles a sí mismos y en la esperanza de
ser un día reconocidos. O simplemente leídos.
Quique Castro.