miércoles, 17 de septiembre de 2014

José Luis Alvite, uno de los buenos.

Dicen que es mejor que uno no conozca a sus ídolos literarios para no llevarse una decepción, pero hay tipos que escriben como si se estuvieran vaciando, y al final piensas que ya no es posible conocerles mejor; tal vez más, pero no mejor.

Nunca he conocido a José Luis Alvite, ni siquiera me he cruzado con él. Me crucé con Manolo Rivas, que es más conocido, más catedrático de la lengua gallega y más de El País, y le brindé un “adiós maestro”, que fue más bien un homenaje a aquel “adiós maestro” que le dedicó García Márquez a Hemingway en París, pero no me hizo ni una décima parte de la ilusión que me hubiera hecho encontrarme con Alvite.

Entiendo que muchos deseen entrar en el mundo de la comunicación para descubrir los secretos del marketing y vender un montón de lavadoras, o para salvar el culo de alguna empresa de cosméticos que prepara sus mejunjes con aceite de hígado de delfín; no me parece mal. Pero si yo he querido acercarme a este mundo, que no es el de la aséptica y ecléctica comunicación, sino el del periodismo, ha sido por maestros como Álvite.

Podía verme a mí mismo como gacetillero, redactando noticias a contrarreloj en el bar más próximo de la comisaria, entre un abogado corrupto y alcoholizado y la novia fatal a lo Kathleen Turner de algún mafioso enchironado (qué demonios, era mi fantasía). Pero ahora ya sé que los mafiosos no van a la cárcel, porque los indultan, y que mis artículos tienen menos lectores que políticos corruptos hay en el trullo, lo que por otra parte no está nada mal porque te da libertad para escribir lo que te dé la gana, que viene siendo lo divertido de todo esto.

Al viejo periodista de Santiago de Compostela lo conocí muy de mañana, aunque al parecer los dos tenemos más de noctámbulos. Él me miraba desde el recuadro de su foto en el artículo de La Opinión, y yo le leía en la oficina de una agencia de publicidad de A Coruña bastante lamentable, antes de salir a patear la calle para entrar en mueblerías, tintorerías y carnicerías para ofrecerles módulos en el periódico con los que anunciar sus liquidaciones o sus rebajas.

Enseguida supe que estaba delante de uno de los buenos, uno de los auténticos, igual que hace veinte años cuando me decidí por llevarme a casa aquel libro de Bukowski cuyo lomo aún puedo tocar si estiro el dedo ahora mismo. Los dos, además, tienen una cara interesante, nada de esas caras suaves de malvavisco que te miran con aire de satisfacción blandurria desde las solapas del último superventas para gafapastas moñas, que se creen que son hipsters porque en realidad nunca han sabido qué significa esa palabra.

José Luis Alvite tiene la mirada gastada, ojos de toro desganado y una voz como de llegar a casa de madrugada sin preocuparse por esquivar los charcos. Alvite, además, no puede evitar tener cara de buena persona, pero esa es una opinión mía, y aunque seguramente nunca llegue a conocerle dudo que pudiera decepcionarme, porque si pasara de mí y siguiera escribiendo notas en una servilleta o en un posavasos al ritmo de Gene Krupa o de Cole Porter, me tomaría un orujo a su salud y me daría por satisfecho.

Tuve una novia (que por cierto escribía muy bien), que me recortaba sus artículos y me los metía en el sobre de las cartas que me mandaba, hasta que me dejó de mandar cartas. Me fui comprando sus libros, y lo seguí después durante muchos años en Internet, y también en Twitter, donde las señoras se lo rifaban, y no es broma, porque en Twitter salía más el Alvite sentimental que el áspero, que era el que a mí me gustaba.

Hace meses que José Luis Alvite le confesó por carta a su amigo Carlos Herrera que tenía cáncer de pulmón y de colon. “Me han diagnosticado un cáncer de pulmón y otro de colon. Nunca pensé que envidiaría el estado de mi coche...”, confesó en Twitter. También sé que el gremio de los periodistas gallegos le rindió homenaje el pasado 25 de enero, pero poco más. 

Hace mucho que no sé qué es del viejo maestro, pero si por casualidad lees esto y le conoces (y creéme, muchacho, tendría que ser mucha casualidad), dile que espero que se mejore, y que siga escribiendo, y que voy a leerme un artículo suyo mientras escucho a Tom Waits a las cuatro y diez de la madrugada, que es cuando se escribe bien y a gusto, y cuando a las coristas del Savoy vienen a buscarlas sus novios; boxeadores fracasados, matones a sueldo y algún que otro escritor crápula.

Quique Castro.

jueves, 4 de septiembre de 2014

¿"El juego del ángel" es un plagio?


Allá por el 2008 andaba yo fisgando novedades por la librería Documenta, que por desgracia ha desaparecido dejando lugar a una perfumería, cuando me encontré con “El juego del Ángel”, novela que recogía el testigo de “La sombra del viento”, un libro estupendo con el que había disfrutado mucho unos meses antes. Perfecto, después de siete años de presiones editoriales Carlos Ruíz Zafón se había decidido a continuar su historia.

Abrí el libro al azar para echar una ojeada, y todo ocurrió en esa misma página. Podía haber abierto el libro en otra parte de la historia, y tal vez no hubiera sucedido nada, seguramente no me lo hubiera comprado y a estas alturas yo tendría un pequeño peso menos encima. Pero quiso la causalidad que fuera esa misma página por la que lo abrí.

No voy a releer la historia en pro de la exactitud, porque, aunque conservo ese libro, soy incapaz siquiera de abrirlo, pero la escena que transcurría era más o menos esta: En un callejón, alguien atacaba a una chica. El protagonista cogía una barra para defenderla. El malo sacaba un puñal y se escapaba. Me quedé lívido, me bajó toda la sangre a los pie y sentí ese frío en el rostro que suele ser anticipo de una bajada de tensión o de un desmayo.

Hacía unos cuatro años yo había acabado mi primera novela “El escritor porno”, (que no tiene nada de pornográfica, dicho sea de paso), y después de que me la rechazaran en tres o cuatro editoriales (no recuerdo cuáles, y sería interesante comprobar este punto), me decidí a colgarla en un blog. La novela, originariamente, se llamaba “La primavera nunca vuelve”, pero un amigo mío me insinúo que sonaba entre cursi y película de james Bond, así que llamé al blog “El escritor porno”, en parte porque es la ocupación del protagonista, y en parte porque imaginaba que, al incluir la palabra porno, aparecería con mayor frecuencia en los buscadores de Internet (¿por qué será?)

Mi historia fue seguida durante un año por unas 50 personas al día, entre ellas dos correctoras de estilo profesionales (“Zahara” y “La marquesa de Merteuil”, gracias) que entraban cada día, sin falta, y me escribían anotando mis errores gramaticales, ortográficos o estructurales, que eran muchos.

Una de las escenas de mi libro era la siguiente: En un callejón alguien atacaba a la madre de Lucía y el protagonista cogía un ladrillo para defenderla. El malo sacaba un cuchillo y se escapaba. El parecido de mi escena con la de “El portal del ángel” me dejó atónito, y os puedo asegurar que cuando pagué el libro las manos me temblaban y todavía no se me había ido el frío del cuerpo.

Acabé el libro en tres días, no porque fuera bueno  (de hecho no lo es, pero no es mi interés entrar en valoraciones literarias), sino porque estaba ansioso y quería comprobar que aquella escena no había sido más que una casualidad. Pero sucedió que cada tantas páginas me iba encontrando con más y más circunstancias, personajes y situaciones que, sin que su historia tuviera nada que ver con la mía en el fondo, me la recordaban inevitablemente.

Estas son las coincidencias irrefutables:

1. En ambos casos se trataba de un protagonista sin padres que llegaba a Barcelona y empezaba a trabajar en una editorial cuchitril.

2. Al cabo de un tiempo, en “El escritor porno”, el director se entrevistaba con el protagonista para ofrecerle la redacción de  varias pornográficas, en “El juego del ángel” el director se entrevistaba con el protagonista para ofrecerle la redacción de una serie de folletines.

3. En ambas novelas transcurre una escena con una mujer tras un apagón en la casa del protagonista, y en ambas novelas tiene lugar una despedida con una chica a la que no volverá ver. Buscaré más datos, porque, como digo, estas son coincidencias escritas a vuelapluma.

4. En “El escritor porno”, Alonso, uno de los jefecillos de la editorial, saca de fiesta al protagonista por locales de intercambio de parejas, y al final en algún momento de la historias se lo acababa llevando de putas. En “El juego del ángel”, Pedro Vidal, escritor estrella de la editorial, saca de fiesta al protagonista, y en algún momento de la novela se lo acababa llevando de cabarets.

5. En “El escritor porno”, Lucía es la hija de los dueños del bar que está debajo de la casa del protagonista, y le piden a este que le de clases particulares. En “El juego del ángel”, Isabella es la hija de los dueños del colmado al lado de casa del protagonista, y se la recomiendan a este como asistente.

6. En una escena de “El escritor porno”, Lucía le pide a Pedro, el protagonista, que le deje pasar la noche con él porque ha discutido con su padrastro, y Pedro está medio borracho porque acaba de llegar de juerga. En “El juego del ángel”, Isabella le pide a David, el protagonista pasar la noche con él porque ha discutido con su padre, y David está medio borracho porque acaba de llegar de juerga.

7. En “El escritor porno” hay un pequeño misterio con una serie de novelas románticas de éxito, escritas con pseudónimo (un bizarro nombre ingles) detrás del cual no se sabe quién se esconde. Al final, le ofrecen al protagonista forma parte del equipo que las escribe.  En “El juego del ángel”, una editorial contrata al protagonista para que escriba novelas de encargo con un pseudónimo pintoresco.

¿Mi decisión final? Olvidarme de todo este asunto. Prefería creer que todo esto no eran más que una sarta de causalidades, aunque una parte de mí está convencida de lo contrario. ¿Tendría salida una denuncia formal? Supongo que no. Su historia y la mía no tienen nada que ver, la suya es una narración de misterio llena de "atardeceres rojizos como la sangre" que se da en los años 20, y la mía es un reflejo de la vida en Barcelona de una serie de tipos cotidianos.


Pero esto me sigue escociendo, y me escocerá siempre. De todos modos mi romántica e ingenua personalidad me lleva a pensar que, un día, tarde o temprano, la vida nos pone a todos en su sitio.

Quique Castro.

martes, 2 de septiembre de 2014

Barcelona prostituida

La Barcelona nocturna se ha convertido en un horror sin identidad, una ciudad prostituida y moldeada al capricho de los guiris. No es auténtica y cada vez tiene menos gracia, a no ser que seas alemán, inglés, italiano o de cualquiera de esos países en los que el alcohol es caro. 

En este circuito de guiris despendolados ellos se reúnen para la “happy hour” en los pub irlandeses para ver el partido de la premier, y ellas se pasean bamboleantes con sus diademas con pequeñas pollas de plástico en la cabeza. Nadie les gana en estilismo, con mucho rosa, mucho brillante y muy tatuados. Los verás por la Barceloneta, el Puerto Olímpico y por la Rambla, el famoso paseo que por la noche está infestado de prostitutas (las africanas a un lado y los travelos al otro), trileros, carteristas y negocios de suvenires en los que podrás comprar tu propio gorro mejicano.

La comida es mala, como norma general; paella con un arroz con el que podrías tapar los agujeros de la pared, sangría de tetrabrik y tapas que no lo son (en lugar del pequeño platillo acompañado de un trozo de pan te endosan una ración grande con cuchillo, tenedor y panera).  Puedes refugiarte en las franquicias de los bares de pinchos vascos, pero son prácticamente igual de impersonales, al fin y al cabo todo está pensado para exprimir al guiri, para mimarlo, para que suelte su dinero a gusto.

Los bares del centro son un festival de variado diseño y psicodelia decorativa de esos que lo mismo podrías encontrarte en Londres, Berlín y otras grandes capitales, se sirve mucho mojito, mucha caipiriña, mucho sex on the beach y mucha fruta de la pasión, que vete a saber lo que es eso. Y uno acaba hastiado de tanto camarero “guay” (en los últimos cuatro años tienes que llevar por convenio al menos un brazo completamente tatuado) y acaba echando de menos al camero de camisa blanca y palillo premolar. Y por supuesto también se echa de menos una calle como La Barrera en La Coruña, el Laurel en Logroño, o El Tubo en Zaragoza, por no hablar de Granada, Madrid o prácticamente cualquier sitio de España, porque tengo la sensación de que en cualquier ciudad hay más marcha que en Barcelona. Barcelona ganará, eso sí, en número de guiris meando en la calle, y por goleada, como les gusta a ellos.

Las discotecas son lo máximo y vienen los mejores DJ (o sea, pincha discos), otra vez como en cualquier otra ciudad de Europa, si te va ese rollo. Pero si vienes, te recomiendo que te des una vuelta por el carrer Blai o por el barri de Gracia. No te encontrarás el ambiente de vinos del resto de España, con la gente de pie en medio de la calle, mezclándose, entrando y saliendo porque en Barcelona está prohibido beber en la calle a no ser que seas guiri, y porque la catalanitat es muy de lanzarse corriendo en cuanto ven una mesa libre para estar toda la panda junta, pero hay unos cuantos bares que se mantienen y pueden resultar interesantes. Los barrios tratan de resistir, a ver lo que duran.

Quique Castro.