Michel Poiccard (Jean Paul Belmondo) es un rufián achulado, infantil y seductor
que roba un coche y mata a un policía en la persecución. Viaja a París para
encontrarse con un tipo que le debe dinero y, de paso, visita a Patricia (Jean Seberg), una
estudiante de periodismo con la que se acuesta de vez en cuando. Sabemos que en
el fondo Michel está enamorado de Patricia, al menos si entendemos el amor como
lo entiende el escritor Parvulesco en la entrevista de la película, en la que
afirma que todo erotismo es amor, y todo amor erotismo, y también sabemos que
Patricia aspira a algo más y que está con Michel porque a las chicas guapas
siempre les han atraído los chicos malos. Al final, por algún motivo, Patricia
le delata, y por algún motivo aún más extraño, el rufián lleno de vida decide
no darse a la fuga y la policía le dispara.
“Á bout de souffle” se rodó con un presupuesto reducido,
mucho ingenio, una silla de ruedas, y algo de cara dura. El rodaje ocupó unos
veinte días útiles, pervirtió los cánones cinematográficos y fue la piedra de
toque de un movimiento que ya se conocía como nouvelle vague. Y además hizo
saltar a la fama a Jean Paul Belmondo en uno de los papeles protagonistas más
carismáticos que nos ha dejado el séptimo arte a lo largo de toda su historia. Para muchos críticos el gran tema de la película es la
muerte, yo tengo una teoría diferente. Me explicaré:
El gran tema de la película es el cine en sí mismo. Jean
Seberg representa el cine americano, el continente joven, la filmografía
cándida e inocente de formas precisas y bellas preparada para invadir el mundo
entero. Jean Paul Belmondo, por su parte,
representa la nouvelle vague. Es francés, fresco, arrogante, despiadado con sus
superiores. El motorista asesinado representa la autoridad del cine francés anterior, encorsetado y autocomplaciente, que cae fulminado como un fantoche ante el poder destructivo/deconstructivo de
la nueva ola. Y, por supuesto, Jean Paul Belmondo quiere hacerle a Jean Seberg lo que la
nouvelle vague quiere hacerle al cine tradicional. Al final, Michel sucumbirá, como
lo hará el nuevo movimiento.
La película de Godard no escarba en las interioridades de la
burguesía francesa, aunque busque epatar proponiendo un protagonista marginal,
sino que simpplemente juega a recrear los film-noir americanos y su radicalidad surge de su
frescura técnica, con esa manera de filmar casi descuidada y ese montaje
fragmentado en el que los jump-cuts nos alejan del flujo natural de la
narrativa. Al espectador despistado puede cogerle por sorpresa la
falta de raccord o las alusiones directas al espectador, (no tengo más que
recordarme a mí mismo dándole para atrás a la película para ver si es que lo
había visto mal yo, o si es que era así la película). Toda el film está cuajado
de momentos así, como por ejemplo la conversación en la cama, banal y maravillosa, entre Michel
y Patricia; sus itinerarios en coche, juntos o en taxi,
cuando vamos saltando de calle en calle sin solución de continuidad; las
miradas sumamente inquietantes de Seberg a la cámara, en las que parece hacer
partícipe al espectador de sus presagios; o incluso las miradas sorprendidas de
los transeúntes a los actores, en las que el director parece recrearse.
Otro aspecto al que no se hace mucha referencia es la
música. La banda sonora de Martial Solal nos remite al jazz de los años 50, una
de cuyas capitales internacionales era París, baste recordar que allí acudían a
tocar las mayores estrellas de jazz de la época, o la colaboración que un solo
año antes Charlie Parker había hecho con Louis Malle para la banda sonora de la
grandísima “Ascensor al cadalso” (1958).
Cabe decir que, por suerte, la nueva ola murió suavemente en
la orilla, y que el cine volvió a un sereno cauce estético de semántica
comprensible en el que la narrativa es lo más importante, por encima de las
ínfulas del autor, si bien siempre son de agradecer un par de buenas y
estimulantes bofetadas que agiten conciencias y espabilen a los sillones
acomodados.
Quique Castro.
Mmm interesante !!!!
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