lunes, 27 de octubre de 2014

Al final de la escapada (À bout de souffle)

Michel Poiccard (Jean Paul Belmondo) es un rufián achulado, infantil y seductor que roba un coche y mata a un policía en la persecución. Viaja a París para encontrarse con un tipo que le debe dinero y, de paso, visita a Patricia (Jean Seberg), una estudiante de periodismo con la que se acuesta de vez en cuando. Sabemos que en el fondo Michel está enamorado de Patricia, al menos si entendemos el amor como lo entiende el escritor Parvulesco en la entrevista de la película, en la que afirma que todo erotismo es amor, y todo amor erotismo, y también sabemos que Patricia aspira a algo más y que está con Michel porque a las chicas guapas siempre les han atraído los chicos malos. Al final, por algún motivo, Patricia le delata, y por algún motivo aún más extraño, el rufián lleno de vida decide no darse a la fuga y la policía le dispara.

“Á bout de souffle” se rodó con un presupuesto reducido, mucho ingenio, una silla de ruedas, y algo de cara dura. El rodaje ocupó unos veinte días útiles, pervirtió los cánones cinematográficos y fue la piedra de toque de un movimiento que ya se conocía como nouvelle vague. Y además hizo saltar a la fama a Jean Paul Belmondo en uno de los papeles protagonistas más carismáticos que nos ha dejado el séptimo arte a lo largo de toda su historia. Para muchos críticos el gran tema de la película es la muerte, yo tengo una teoría diferente. Me explicaré:

El gran tema de la película es el cine en sí mismo. Jean Seberg representa el cine americano, el continente joven, la filmografía cándida e inocente de formas precisas y bellas preparada para invadir el mundo entero. Jean Paul Belmondo, por su parte, representa la nouvelle vague. Es francés, fresco, arrogante, despiadado con sus superiores. El motorista asesinado representa la autoridad del cine francés anterior, encorsetado y autocomplaciente, que cae fulminado como un fantoche ante el poder destructivo/deconstructivo de la nueva ola. Y, por supuesto, Jean Paul Belmondo quiere hacerle a Jean Seberg lo que la nouvelle vague quiere hacerle al cine tradicional. Al final, Michel sucumbirá, como lo hará el nuevo movimiento.

La película de Godard no escarba en las interioridades de la burguesía francesa, aunque busque epatar proponiendo un protagonista marginal, sino que simpplemente juega a recrear los film-noir americanos y su radicalidad surge de su frescura técnica, con esa manera de filmar casi descuidada y ese montaje fragmentado en el que los jump-cuts nos alejan del flujo natural de la narrativa. Al espectador despistado puede cogerle por sorpresa la falta de raccord o las alusiones directas al espectador, (no tengo más que recordarme a mí mismo dándole para atrás a la película para ver si es que lo había visto mal yo, o si es que era así la película). Toda el film está cuajado de momentos así, como por ejemplo la conversación en la cama, banal y maravillosa, entre Michel y Patricia; sus itinerarios en coche, juntos o en taxi, cuando vamos saltando de calle en calle sin solución de continuidad; las miradas sumamente inquietantes de Seberg a la cámara, en las que parece hacer partícipe al espectador de sus presagios; o incluso las miradas sorprendidas de los transeúntes a los actores, en las que el director parece recrearse.

Otro aspecto al que no se hace mucha referencia es la música. La banda sonora de Martial Solal nos remite al jazz de los años 50, una de cuyas capitales internacionales era París, baste recordar que allí acudían a tocar las mayores estrellas de jazz de la época, o la colaboración que un solo año antes Charlie Parker había hecho con Louis Malle para la banda sonora de la grandísima “Ascensor al cadalso” (1958).


Cabe decir que, por suerte, la nueva ola murió suavemente en la orilla, y que el cine volvió a un sereno cauce estético de semántica comprensible en el que la narrativa es lo más importante, por encima de las ínfulas del autor, si bien siempre son de agradecer un par de buenas y estimulantes bofetadas que agiten conciencias y espabilen a los sillones acomodados.

Quique Castro.

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