Sin orden ni concierto aquí van algunos de ellos, sólo para relajarme, para
pasar el rato después de girar durante horas en la enorme y
enloquecedora rueda del hamster y de pervertir mi cerebro en un aula
extraña de intelectualidad forzada.
Scott Fitzgerald, ni siquiera hace cien
años que se publicó su primera novela... Ya en vida tuvo tiempo de
saborear la gloria, sumirse en el olvido de los descatalogados y remontarse una vez muerto hasta ser considerado tal vez el más talentoso de toda la generación perdida. Fitzgerald está preocupado porque a su mujer se la trajina un teniente francés en la Riviera francesa. El bueno de Scott, además, está hecho polvo porque Zelda le ha dicho que la tiene pequeña, y que nunca podrá dejar satisfecha a una mujer. Hemingway se lo lleva al retrete, se la mira y le dice “No te preocupes, muchacho, está perfectamente
conformado. Ese es el truco más antiguo para destruir a un hombre”.
Hemingway, otro más. Asegura que hizo sus cálculos con mucho
cuidado y que mató a ciento veintidós prisioneros alemanes. Cazador de elefantes y leones, buscaba submarinos alemanes en sus
ratos libres por los cayos de Florida en su yate, por esas aguas en las que Santiago pesca su pez espada y Hemingway su Nobel. Fitzgerald y Hemingway, los dos se
alcoholizaron tanto que al primero le dio un infarto con cuarenta y
seis años y el segundo se descerrajó un tiro con sesenta y cuatro,
prematuramente envejecido, casi senil y paranoico porque era
consciente de que nunca podría volver a escribir.
Henry Miller,
obsesionado con follar, follar, beber, escribir y follar. Así vivió
hasta los ochenta y nueve años, en que murió famoso y rico, pero
antes supo lo que era dormir debajo de un puente, y su obra estuvo
censurada y fue calificada de pornográfica durante muchos años.
William Burroughs, yonki perdido, se casó con Joan Vollmer aunque lo
que a él le gustaban eran los hombres, y una noche jugando a
Guillermo Tell con una manzana y una pistola Star acabó por alojar
en el cerebro de su mujer una bala del nueve corto. “Todo me lleva
a la atroz conclusión de que jamás habría sido escritor sin la
muerte de Joan”, escribió años después.
No eran un ejemplo de nada; radicales,
borrachos, egoístas, obsesionados con escribir siempre que eso no
entorpeciera sus maratones de alcoholismo y sexo. Kerouac se negaba a
ser el ídolo de los nuevos hippies que llenaban las universidades de
Estados Unidos en los años sesenta de eslóganes de paz, mucho más
interesado en beber y hacer autoestop y conducir hasta que se acabara
la gasolina junto a su amigo Neal Cassidy, el Dean Moriarty de “En
la carretera”, pendenciero, aficionado al jazz, asiduo a los
reformatorios y la cárcel. Los dos algo menos aventureros sin
embargo que Jack London, que llevó el cuento a su cima con “La
hoguera” en su serie de relatos sobre Alaska, basados en sus experiencias como buscador de oro en el Klondike, aficionado al boxeo y comunista
utópico que navego por los mares del sur hasta perder los dientes y
que bebió hasta reventarse con un cóctel de whisky y morfina.
No me olvido de Bukowski, que fabulaba de pequeño
con que pilotaba un Messerschmitt alemán en la II Guerra Mundial
antes de dedicarse a vagabundear y a perseguir las sombras de Knut
Hamsun y de John Fante de bar en bar, pelea tras pelea, despertando
al amanecer en callejones apestosos siempre sin su cartera. Con su cara
de titán bondadoso e incomprendido acabó conduciendo un BMW
para ir al hipódromo durante los ratos en que no estaba escribiendo
o dentro del jakuzzi en el jardín de su casa, rodeado por sus nueve gatos.
Y William Faulkner, que experimentó con su prosa y su hígado hasta llegar al Nobel, enemigo íntimo de Hemingway, coetáneo de John Steinbeck, el campeón de los deshederados con "Las uvas de la ira" (eh, un momento... Hemingway, Faulkner y Steinbeck ya van tres Nobel americanos en un solo siglo), y Hunter S. Thompson, aficionado a las drogas, el alcohol, las motos y las armas de fuego, inventor del periodismo Gonzo, amigo de Johny Depp... y, como no, Edgar Allan Poe, el gran maestro del terror. Todos alcohólicos. Qué desorden.
Por eso, cuando des vueltas y más
vueltas en la rueda con tu disfraz de rata domesticada, recuerda al
viejo Hank bebiendo esa aguada cerveza americana y escúchale
aporrear las teclas con furia hasta altas horas de la madrugada,
imagínatelo con su saca de correos, doce años seguidos pateando las
calles sin renunciar jamás; camina con tu pulgar levantado junto a
Kerouac en algún kilómetro de la Ruta 66, justo antes de que te
paré una rubia en su descapotable; escucha el sonido del sedal
rasgando el aire antes de caer en el Two Hearted River y disfruta del
aroma de la trucha que asa Hemingway en una hoguera en medio de la
montaña; bebe champán en la Riviera francesa y baila con Zelda y Scott la última canción de Cole Porter; recorre los barrios bajos de París
junto a Henry Miller de camino a la casa de algún amigo pintor al
que sablear un pedazo de queso y una botella de vino.
Y recuerda que estás ahí por algo,
haz lo que puedas, apaga la tele, desconecta Internet, y escribe lo
primero que se te ocurra. Mañana ya te ocuparás de corregirlo, hoy ya es tarde.
Quique Castro.
Buenísimo. Me ha dejado sin palabras.
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